Historia de la pintura “Marina”
Corrían los primeros meses del año 1904, y Andrés de Santa María se encontraba en la ciudad de Tolón en Francia, tomándose algunos días libres antes de regresar a Colombia donde sería nombrado director de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Intentó inspirarse en los paisajes arbolezcos que rodeaban la ciudad, trató de concentrarse en ellos y dar vida a una que otra pintura, pero ese mar con aguas turbias al atardecer terminó por cautivarlo y lo convenció de honorarle con una pintura a tal maravilloso espectáculo de luces y sombras en vaivén.
Al percatarse que el material de pintura que tenía era insuficiente debido a que se había agotado en sus anteriores intentos por representar otros paisajes, Santa María regresó al hotel donde se estaba hospedando para traer algo más de óleo azul y un trozo de tela que alojaría su creación. Cuando regresó al punto donde pintaría su obra, se puso lo más cómodo posible sobre aquella arena mojada y densa, no le importó nada más ni siquiera las molestias que le podrían causar algunos cangrejos y aves que merodeaban el lugar, sólo empezó a organizar los colores y la tela sobre la cual inmortalizaría aquel atardecer sobre el mar de Tolón.
Ya listo para crear su pintura, Santa María fijó su mirada en las aguas, observó fijamente los reflejos que sobre ellas se visualizaban, de ese fantástico sol moribundo que bañaba el mar y la ciudad con una luz de fuego. Puso su atención también en el efecto que tenía el movimiento en el brillo de las aguas, en cómo podría hacer que su obra adquiriese una sensación de animación, así sólo se tratase de una captura sobre la tela. Y finalmente fijó sus ojos en el gran peñasco que se encontraba cerca a la costa, el cual terminaría por darle la estructura a la pintura.
Habiendo reconocido el paisaje, se puso manos a la obra con su trabajo. Comenzó con el mar, dándole su color característico junto con un color blanco muy distinguible, que es el que terminará dando a la pintura su toque de movimiento. Luego, faltaba aquel reflejo fascinante del sol del atardecer, que él concretó con unas pinceladas horizontales de color rojizo sobre las aguas. El peñasco al fondo lo representó con arbustos lateralmente, los cuales cobraron vida por un juego de luces y sombras de un verde oliva; y al centro figuró un claro terreno desnudo, agregándole variabilidad al todo. Por último, y casi habiéndose olvidado de él, Santa María dio vida a un oscuro madero, vestigio de un antiguo astillero, el cual cortaba las aguas y las enloquecía en su parte inferior, observándose múltiples salpicaduras a las cuales el autor dio vida. Ya entonces, sólo faltaban algunos retoques de una obra que se convertiría en el comienzo de una merecida crítica favorable para Santa María, tanto en Colombia como en el exterior.
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